Cuando
iba dejando atrás mi infancia y mi adolescencia, y comenzaba a
barruntar preguntas sobre la religión cristiana que me habían
transmitido de pequeño, comenzaron a incrementarse las preguntas en mi
mente y en mi corazón de joven recién estrenado. Acudía a quienes tenía
más cercanos: sacerdotes, profesores, tal vez a mis padres… Reconozco
que mis preguntas, que eran dudas, ganas de saber, “cosas” que no veía
claras o no entendía, podían ser complicadas, rebuscadas, “raras”; puede
que traspasaran los límites de los conocimientos habituales,
imprescindibles, heredados, suficientes para llevar una vida cristiana
“normal” en un joven de mi edad. Tengo que admitir que pocas veces mis
interrogantes quedaron medianamente resueltos. Predominaba una respuesta
muy genérica: “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que te sabrán
responder”. Por supuesto, nunca me dieron los nombres de dichos
“doctores”, ni lógicamente su dirección o teléfono para poder contactar
con ellos y resolver mis demandas, a veces un tanto angustiosas. Con el
paso de los años tuve que buscarme, yo solito, la identidad y
“residencia” de aquellos misteriosos doctores que todo lo sabían y no
admitían duda alguna, nadando en el campo de las certezas teológicas.
Y es que la Iglesia
casi siempre presumía de tener “respuesta para todo”. Soluciones que
guardaban en una especie de cofre sagrado, un sancta sanctorum, al que
pocos tenían acceso. Solía llamársele “depositum fidei”. Y había que
ganarse, a fuerza de diálogo, lectura, reflexión, dudas y claridades, un
cierto acceso a esa especie de “misterio” reservado a los más notables,
normalmente, clérigos.
En esta Iglesia que
tanto amamos, se nos ha dado todo hecho: los dogmas, creencias, rituales
litúrgicos, normas éticas, organización jerárquica; representaban
un”todo”, un “pack” decimos ahora, intocable, inmutable, fabricado de
antemano por mentes sabias y, por supuesto, santas. Pocas veces se nos
preguntó nada. Nosotros pertenecíamos a una Iglesia llamada “discente”
(con la tarea de asentir y aprender), donde otro “sector”, el “docente”,
tenía la misión de enseñar, transmitir, organizar; en ocasiones a
través de mecanismos un tanto sospechosos donde la libertad y la
responsabilidad personales quedaban un tanto menguados.
Todo esto para decir
cuánto nos ha sorprendido, alegrado y entusiasmado el gesto insólito de
Francisco, obispo de Roma y pastor universal de la Iglesia, de
formularnos 38 preguntas a todos los cristianos, no sólo a la jerarquía,
a los clérigos, a la parte que se mueve cercana al ápice de la pirámide
eclesial, sino a la base de la misma, a los “discentes”, a los que
siempre hemos tenido que acudir a esos misteriosos e inasequibles
“doctores que tiene la Santa Madre Iglesia”. Con este gesto, inesperado
por desacostumbrado, Francisco retorna a los inicios de la Iglesia, al
“sensus fidelium”, es decir, al derecho y al deber de los cristianos de a
pie a “decir nuestra palabra”, que no tiene por qué ser la última, pero
puede ser la penúltima. Y que nos recuerda tanto a las primeras
comunidades que nos narra Lucas, por ejemplo en la elección de Matías
(cfr.Hech.1,15-26). Y por supuesto, al espíritu y a la letra del
Vaticano II.
Lo lamentable es la
reacción negativa que el evangélico (aunque desacostumbrado) gesto del
Papa, ha supuesto en determinados sectores eclesiales. Da la impresión
que preguntar a los cristianos sencillos sobre temas discutibles,
opinables, y ciertamente graves y con una fuerte carga de sufrimiento
para muchos, supone una dejación en el servicio ministerial de la
autoridad petrina y de la jerarquía. Da la impresión de que la
sinodalidad, la colegialidad, el llamamiento a la participación
eclesial, del que tanto hablaba, entre otros, Carlo Martini, provoca un
desajuste en las conciencias de determinados sectores católicos. Da la
impresión de que algunos prefieren que les dicten desde arriba los
comportamientos a seguir antes de auscultar las opiniones de los
cristianos y de la sociedad civil… Pero tal vez lo más doloroso son las
razones que se esgrimen para desautorizar una “consulta popular” como la
que ha iniciado el Papa: ¡la ignorancia de los cristianos! Es verdad
que existe un profundo desconocimiento religioso/teológico en nuestro
pueblo sencillo, pero debemos preguntarnos quiénes son los responsables
de una ignorancia buscada, interesada e inducida durante siglos en
nuestro laicado. La respuesta puede estar en la mente de muchos; ojalá
estuviera en la mente de todos.
Fonte: http://www.vidareligiosa.es
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